Foto: David Larrosa, 10 años

martes, 17 de julio de 2012

KILÓMETRO CERO





     El verde mediterráneo se incrusta en mi paisaje azul con ojos. Tus ojos que me miran borrachos. Revienta el sol en el cielo. No hay lugar de regreso ni vieja canción: piel de ayer, edad de hoy, consciencia de mundo que escapa para siempre. Floto como diente de león sobre el mar.
     En este no estar no tengo nada. Subo al cielo que deslumbra, día de verano, mis pupilas. El corazón me arde en la inconsciencia ciega.



Con este ¿micro? os deseo buen verano y me tomo un receso. Ojalá todos pongamos el contador a cero; nos queda mucho por delante.  

martes, 10 de julio de 2012

EL DELITO (parte 5)


Este texto se coordina con otras cinco partes y se lee por este orden:


VOSOTROS:

Interrumpo la firma de una nueva solicitud de subvención cuando entráis en mi despacho. Paréntesis, respiro, intromisión, pausa. Os miro a los dos y miro al verdugo, que satisfecho de su pesca expone interminables razones para declararos culpables o inocentes. Como si yo las necesitara para distinguir la dimensión de vuestra mediocridad, ésa que os hace creer que vuestra vida depende de este acto vergonzoso. Jugarse la dignidad en semejante escenario de juguete es cosa de imberbes, de meros aprendices de superviviente. Ni siquiera vais a vender vuestros ideales por un puñado de monedas de plata. Extiendo mi firma sobre la anhelada petición de condena. Estampo mi firma en el impreso de subvención.




Aprovecho para anunciar que próximamente se ofrecerá otro texto conjunto, esta vez del grupo SIMBOMBA, fraguado hace meses pero al que no se dio salida aún.

martes, 3 de julio de 2012

SILENCIO III


     


     Ahora todo lo que tienes que hacer es recordar lo bueno. El sonido de la campanilla de cristal que no te dejaban tocar sin un adulto al lado. Las carreras sin freno por el pasillo. El olor a comida que escapaba de la cocina. La caricia de las cortinas de terciopelo verde contra la mejilla, cuando nadie miraba. Y desde luego, aquel armarito prodigioso, lleno de botellines de licor bien alineados: gin, coñac, whisky, vermut, ron añejo, pippermint, tío Pepe. Un estuche que te convertía en camarero que servía cócteles en un bar.
     Hubo un tiempo en que las zapatillas del abuelo, gastadas e inmóviles al borde del impecable cubrecama de seda, te daban pánico. ¿Por qué seguían ahí? Al pasar ante la puerta entreabierta las mirabas por el rabillo del ojo y echabas a correr con el corazón saltándote del pecho.
     Rebanada de pan con vino y azúcar. Tebeos de dos céntimos para pasar la tarde entera. La tía cosía en el comedor mientras la cuerda ronca del reloj anunciaba costosamente las horas. Tus padres siempre estaban fuera, arreglando unos asuntos.
     Había que dejar pasar semanas, o meses, pero pasaron años. Te fuiste a estudiar y dejaste la espera atrás. Apenas una llamada de teléfono de vez en cuando, quizá para contar alegrías, jamás para preguntar si algo había cambiado. La tía te quería tanto.
     Ahora abres la oscuridad de la casa, remueves su aire dormido. Una pátina de polvo lo cubre todo, pero no empaña el valor de los recuerdos. Ahora que todo es tuyo, incluso el tiempo, ni siquiera el estuche de los botellines, aún sobre la cómoda, llama tu atención. Has venido a por papeles, pero no los buscas. Sin darte tiempo a abrir contraventanas acudes al cuarto lúgubre, decidido, aunque conteniendo la respiración. De nuevo el miedo te abruma el pecho. Giras el pomo dorado, ves el cubrecama impecable, compruebas que las zapatillas ya no ocupan su lugar.