Ahora todo lo que tienes
que hacer es recordar lo bueno. El sonido de la campanilla de cristal que no te
dejaban tocar sin un adulto al lado. Las carreras sin freno por el pasillo. El
olor a comida que escapaba de la cocina. La caricia de las cortinas de
terciopelo verde contra la mejilla, cuando nadie miraba. Y desde luego, aquel
armarito prodigioso, lleno de botellines de licor bien alineados: gin, coñac,
whisky, vermut, ron añejo, pippermint, tío Pepe. Un estuche que te convertía en
camarero que servía cócteles en un bar.
Hubo un tiempo en que las zapatillas del abuelo, gastadas
e inmóviles al borde del impecable cubrecama de seda, te daban pánico. ¿Por qué
seguían ahí? Al pasar ante la puerta entreabierta las mirabas por el rabillo
del ojo y echabas a correr con el corazón saltándote del pecho.
Rebanada de pan con vino y azúcar. Tebeos de dos céntimos
para pasar la tarde entera. La tía cosía en el
comedor mientras la cuerda ronca del reloj anunciaba costosamente las horas.
Tus padres siempre estaban fuera, arreglando unos asuntos.
Había que dejar pasar semanas, o meses, pero pasaron
años. Te fuiste a estudiar y dejaste la espera atrás. Apenas una llamada de
teléfono de vez en cuando, quizá para contar alegrías, jamás para preguntar si
algo había cambiado. La tía te quería tanto.
Ahora abres la oscuridad de la casa, remueves su aire
dormido. Una pátina de polvo lo cubre todo, pero no empaña el valor de los
recuerdos. Ahora que todo es tuyo, incluso el tiempo, ni siquiera el estuche
de los botellines, aún sobre la cómoda, llama tu atención. Has venido a por
papeles, pero no los buscas. Sin darte tiempo a abrir contraventanas acudes al
cuarto lúgubre, decidido, aunque conteniendo la respiración. De nuevo el
miedo te abruma el pecho. Giras el pomo dorado, ves el cubrecama impecable,
compruebas que las zapatillas ya no ocupan su lugar.