Mi amigo reencuentra notas por todas partes: junto al teléfono, colgadas de la nevera, en fondos de cajones, en el plafón de corcho y hasta en algún álbum fotográfico antiguo, entre viejas flores aplastadas y orlas que ya no son en color.
Le digo que me parece agobiante. Él sonríe.
-No es fuente de angustia sino de incesante felicidad.
Para Javier, esas notas son indicio de que aún puede sorprenderse a sí mismo. Cuando menos se lo espera, recupera una historia que atrapó y coleccionó hace años -mariposa de entomólogo-, y reencontrarla lo llena de júbilo como la aprobación de un proyecto desahuciado: el proyecto de ser escritor.
Sólo le falta pasar al relato. A su entender, la vida está llena de escenas, caprichos, datos o concomitancias, como le gusta decir cuando divaga conmigo. Por lo tanto, lee todo el tiempo: lee signos, señales, indicios, sugerencias... y los interpreta suspicazmente, seguro de que puede devolverlos descifrados en forma literaria. Paladea la quimera de esa posibilidad.
-Lo que te falla es ponerte a escribir -le digo, investida de autoridad-. Está bien, tienes un montón de ideas, pero ¿cuándo te sientas a plasmarlas? Deberías trabajar la intuición.
-¿La intuición? -pregunta él muy sorprendido.
-Sí, la intuición activa. Sólo ejecutas una parte de tu potencial. El canal receptor. Eres capaz de olisquear una historia en unas gafas abandonadas o en el carmín emborronado de una anciana... pero te pierdes en el camino de la idea a la trama.
Finge que no se molesta. No duda de mi cariño, ni de mi lucidez de profesora de secundaria, pero el camino que va del consejo a la agresión es agreste y traicionero.
-Seguro que no hablas así a tus alumnos -murmura.
(Luces, cámara, acción:)
El sol que atraviesa el cristal de la ventana proyecta su calor sobre mi mano derecha, que juguetea con un vaso de tónica en cuyo interior una torre de Pisa de hielos tintinea. Apuro el agua helada que queda en el fondo del vaso y el hielo contra el cristal me suena a aplauso.
Me pregunto cuántas de sus notas han surgido de nuestras conversaciones. Se rasca la barba rala con un ruido seco de matojo, tose y mira a través de la ventana. En la plaza no hay niños a esta hora. No hay estudiantes como antes, cuando veníamos al bar aprovechando un retal de tiempo –una clase robada- para tomar un café y charlar sin sustancia en este local que no ha cambiado tanto como su dueño.
-¿Te acuerdas de Ángela? -pregunta, como si hubiera escuchado mis pensamientos.
El jersey fucsia que nos acompaña al fondo del local se agita con el sobresalto de un móvil.
-Estridencias –digo-, la llamábamos Estridencias.
-Ahora me parece una soplapollez -dice Javier-. Un cultismo impertinente.
Oído cocina. El dueño del bar provoca un estrépito de vasos al sacar la bandeja del lavavajillas.
-No sé en qué habrá parado –digo-. No era muy lista.
Javier viste una camiseta negra con letras grises que rezan Procrastinate, la marca de su proyecto de venta de ropa deportiva online. Su piel me dice que ha pasado el último fin de semana en la playa. Me molesta que no me haya dicho nada. Pregunto por sus planes de vacaciones.
-Falta mucho para agosto -responde.
-A mí me apetece viajar a algún lugar de la costa, lejos -anuncio con un movimiento tentador de cejas.
-¿De verdad? ¿No vas a hacer uno de tus viajes culturales por todos los museos de Europa? –se resarce.
Me gusta su tono burlón.
-No creas que puedo darme todos los caprichos. Es que he reservado unos ahorros para dedicarlos al arte de no hacer nada. Tú dices que es lo mejor que existe.
Miento, claro. En realidad siento lástima de sus pobres posibilidades, de su talento desperdiciado, de su constante improvisación. Siempre fue un buen estudiante, no es justo que dependa del mercado y de una conexión a Internet.
Repentinamente alega cita. Nos levantamos de la mesa. Debe ser algo relacionado con sus posibles ventas. Cuando abro el bolso para pagar me encuentro en el bolsillo interior un billete imprevisto de cinco euros, y me alegro en voz alta. Le cuento que al descolgar los vaqueros del armario esta mañana una moneda salió disparada del bolsillo del pantalón.
De niña dejaba las monedas que me regalaban la abuela o mis padres en cualquier lugar de paso: la cocinita, la caja de bombones, el cajón de la mesita de noche, el interior de un libro de cuentos... Al recuperarlas se me llenaba el corazón de alegría ante la improvisada cosecha. Nunca te faltará el dinero, vaticinaba la abuela alegremente, como si cebara -benévolamente- una premonición. Y es cierto que la vida no me va nada mal.