[Gracias a vuestros comentarios he hecho una rectificación: he cambiado la frase de los asiáticos, demasiado abstracta, por la de la ruleta rusa. Creo que así mejora el texto. Gracias a todos.]
Estoy deseando llegar a casa pero en un último golpe de voluntad doy un volantazo y entro en el túnel de lavado. Como si necesitara un automóvil limpio. Como si pudiera limpiar mi Expediente, lavar mi Regulación, ignorar que estoy en la ruleta rusa. Espero mi turno en una interminable cola de tres, todos con matrícula R. Entran uno a uno, en punto muerto, deponiendo su último aliento al túnel. Me toca: la sonrisa de Cheshire del anfitrión me da siniestra entrada con el trapo de secar.
Me anclan la rueda y suena a bola de condenado. El rodillo de gamuza empieza a girar, ansioso, dentro del túnel. Dócil, el coche entra. Acato el primer jabón. El rodillo me enjabona vigorosamente la cabeza, pasa por delante, por en medio, por detrás. Enseguida aparece el pulpo gigante, amenazador, en lo alto: descomunal, acuna una impúdica cintura de tentáculos, zipzap, zipzap, movimiento hipnótico que sin solución hostiga techo y ventanas. Me deglute y ciega; mis oídos se taponan, cobardes. Oigo cómo la antena se cimbra histérica, intenta huir, chilla y la azotan contra el techo. Ribetes de espuma lloran lentos sobre los cristales. Trato de calmarme pero un ejército de rodillos vertical viene a por mí en acompasada marcha. Fustiga retrovisores y ventanas, me abofetea rítmicamente. Tras un segundo de respiro, un hilo de agua, despectivo salivazo de llama, riega el auto con alguna cera. Por un momento avanzamos a oscuras, no ocurre nada más y el ruido se aleja... La nada es eterna. Al fin, un último arco de cepillos nos estruja en pavoroso abrazo. Luego, una lluvia fina y floja, indolente, nos libera.
No me sosiega el lento regreso a la luz de la calle. Ni la sonrisa del limpiacoches secando con energía el capó. Licuada en la fuga interminable de regueros que resbalan desamparados por el suelo, mi conciencia siente un vacío infinito. Ya no hay vestigios de los coches precedentes que, limpios como en día de fiesta, dispersaron sus caminos entretejiéndose en la urdimbre activa de la gran ciudad. Ahora, sólo me queda mi casa.