Foto: David Larrosa, 10 años

martes, 31 de mayo de 2011

PRIMAVERA URBANA

 
    El jueves, cuando subía en el 15 por Paseo de San Juan, la conductora no dobló por Industria. Tuvo un lapsus y siguió recto. El pasaje entero exclamó: ¿qué pasa? Pero no pasaba nada, ¿qué iba a pasar? Dimos una extraordinaria vuelta a la manzana en un autobús urbano despistado. Y ya está, luego seguimos el rumbo convenido. Cierto que era una tarde primaveral.
    Ayer, cuando a la salida del cole subía con el 15 por el Paseo de San Juan, el parque infantil rezumaba vida. Desde la ventana descubrí con asombro que en uno de los columpios que pendulaba enérgicamente no había ningún niño: era una abuelita moderna quien proyectaba su melena gris al viento. A su lado, pacientemente hacían cola dos pequeños.
    Hoy, al cruzar a pie el Paseo de San Juan, he visto que un papá sacaba monedas del bolsillo para comprar un helado a su hijo. Inmediatamente todos los niños que correteaban por ahí han acudido al unísono, arracimándose como nube de palomas al reconocer la bolsa de las migas. El hombre ha repartido hasta la última de las monedas que llevaba, y luego me he sumado yo, y hasta el jardinero municipal ha rebuscado en sus bolsillos. Como no tenía nada, el funcionario verde ha retirado la valla y nos ha ofrecido la hierba. Todos nos hemos tumbado a lamer nuestros polos de colores mientras contábamos las nubes pasar.
    Se hace de noche y los vecinos del Paseo de San Juan salen a tomar el aire al balcón, igual que antes. (Alguno ya en pantalón de pijama.) Se está muy bien al fresco.
    En el Paseo de San Juan corren vientos de cambio, y los que lo sabemos vamos a acudir imantados por algo innombrable, impublicable, intwitterable.




martes, 24 de mayo de 2011

LA INTENCIÓN NO ES LO QUE CUENTA


Respiro hondo y siento que al respirar me despego un poco más del cuerpo. Es una sensación extraña: pierdo adherencia. Me divido. Me da miedo pero la curiosidad es más fuerte, así que repito la inspiración y al soltar el aire voy comprobando que sí, me separo de mi cuerpo, lo siento ondear como si estuviera en el agua. La cabeza todavía está anclada al cien por cien, pero el torso, los brazos y las piernas flotan.
Ondeo, qué duda cabe. Sólo me lastra la cabeza, que pesa tanto como una piedra obstinada. Pero yo gravito. Sonrío y pienso en Virginia Woolf, en Sylvia Plath. Tiene algo de cómica y feliz la circunstancia. El estímulo del viaje inminente me transmite una dicha inmensa, como cuando contemplé el Ouse y sentí un vértigo que me llamaba. Y ahora, de pronto, es el río el que viene a buscarme a mí. Respiro una vez más, lenta y profundamente, determinada a deshacerme del cerebro. Sé que la corriente me llevará en cuanto libere la cabeza. Ya casi.
A punto de desatarme toda, una manita conocida, tierna y pequeña, me toca el brazo: Mamá.



                                  Fotografía del Delta del Ebro: David Larrosa.


martes, 17 de mayo de 2011

AUSENCIA

   Si pongo mucha atención, si casi no respiro, puedo sospechar su sombra deslizándose veloz por el pasillo cuando abro la casa para ventilar, por las mañanas. Quizá sea el vuelo de una cortina, me digo racionalmente; vuelvo a escuchar y el ruido de mi corazón me estorba.
   Es ágil como el pensamiento. Sabe que le espío, por eso corre: tanto, que su imagen se oblicua y transparenta, se ondula con el oscilar de las cortinas. A ratos se va, luego se afila con un reflejo de automóvil que cruza la pared de enfrente.
   Un día casi vi su pelo negro. Tal y como debería ser: corto, brillante, fugaz en su cabecita de seis años. Travieso conmigo, nunca aparece cuando están sus hermanos. Por toda la casa se expande la presencia alegre que late en el centro del pasillo... sólo cuando hay soledad.
   Polvo, se detiene para flotar interminablemente en un cono de luz donde la palma de mi mano recupera su perdido calor.
   



martes, 10 de mayo de 2011

SOSPECHA

   Los etnomusicólogos europeos realizan una peregrinación anual al Festival de Música Tradicional Ebuá, donde un grupo de indígenas vestidos con pieles de araña peluda (teraphosa blondii) realiza una danza tribal que concluye con la extirpación de un miembro de uno de los intérpretes, preferentemente postizo. El suizo Stanislas Wengen recibió el año pasado el prestigioso trofeo, que el indígena amputado le ofreció en reconocimiento por su extraordinaria interpretación vocal del aullido del dios araña Bo Zem Ebuá. El suizo quedó tan conmovido por el espontáneo homenaje que en contrapartida quiso unirse a los ebuá, por lo que superó los ritos de iniciación y fue aceptado en calidad de araña blanca de la tribu.
   El jefe ebuá niega insistentemente a los medios de comunicación occidentales que exista relación alguna entre Wengen y el miembro viril que apareció ayer en la fiambrera de un viajero, en el aeropuerto de Zurich, relacionado con una subasta ilegal de penes blancos cuyo remate final alcanzó en Internet la cifra de 808.000 euros. La policía ha procedido a la retirada del apéndice para analizar su ADN y el del pelo de teraphosa blondii que se halló conjuntamente en el tupper. El viajero, H.T, de 34 años, ingeniero rural en paro, fue detenido como cómplice principal tras ser hallada en su vivienda subterránea de Liechstenstein una colección de fragmentos humanos de varias razas.
   H.T. es totalmente ajeno al mundo de la etnomusicología.



martes, 3 de mayo de 2011

DECEPCIÓN

   Los que tomamos cada día el metro sabemos cuánto tiempo lleva la tarta Sacher del bar del vestíbulo bajo la campana de cristal del mostrador. La señora María, en cambio, lo ignora; lo sé por el entusiasmo con que la señala.
   Desconoce que van a servirle una caduca inauguración pastelera. Su golosa debilidad dará pie a semanas de tarta Sacher expuesta con una ración menos, picuda cata que no alcanzará a retar a otro viajero en ayunas (no, al menos, a los que tomamos cada día el metro), sino que la pondrá en la cola de la larga exposición de tentaciones de cartón-piedra que se alinea en el mostrador.
   Incauta, María disfruta de la emoción del momento: laboriosamente equilibrada sobre el taburete del bar, un ala del abrigo apuntando al suelo, espera boquiabierta a que el camarero eleve a cámara lenta el cuchillo cebollero, calcule el centro y, sin titubear, seccione (verdugo profesional) las entrañas chocolateadas de la tarta. Luego arropa la porción en una servilleta, como un pañal, deposita la ración ante María y coloca unos cubiertos a ambos lados.
   La comensal cabriolea anillos en el aire y les da la bienvenida con ánimo juguetón. Ni siquiera le preocupa el estado de su carmín al primer bocado; arremete con infantil entusiasmo. Sólo tengo que contar tres segundos para confirmar, por la contrariedad de la expresión, el efecto de la Sacher en su boca.
   Duda un instante antes de asegurarse (uno, dos movimientos rumiantes) de que el cadáver no es realmente comestible; deposita muy seriamente el tenedorcito sobre el plato; con la servilleta desprendida, se da unos toques en las comisuras del carmín como quien quiere recomponer la virginidad perdida.
   Entabla con el camarero un diálogo desconcertante. Desde mi posición en la esquina del vestíbulo no consigo descifrar nada, pero se diría que no hay una auténtica reclamación. Se diría, por ese doble ladeo de cabeza que le conozco bien, por el modo en que se arregla sin arreglarse el pelo, que, por el contrario, busca alguna compensación equitativa. El muchacho, ya no tan joven, sí entiende a la señora María. Le sonríe largamente, le dedica una mirada fija. Y sin mediar palabra, le sirve un Soberano.
   Anoto: coñac a las diez de la mañana.
   Un rebaño de viajeros se interpone en mi observación durante más de un minuto y, cuando el espesor se deshilacha, la señora María se teletransporta molecularmente ante mí. Me asusta tanto que el corazón me da un vuelco. (Entonces mi atuendo de pedigüeño no ha bastado, he estropeado la investigación; en un instante las imágenes del despido se suceden vertiginosamente ante mis ojos, y me pregunto si al marido le bastará con las fotos del camarero salpimentadas con supuestos.)
   Ella me observa con pasmada fijeza.
   -Tome, buen hombre –dice, y me alarga algo.
   Balbuceo torpemente “gracias”. Envuelta en servilleta blanca con manchas de carmín, recojo la cuña mordida y mórbida de la pétrea Sacher. Entre mis manos, es sólo un gorrioncito herido.